viernes, septiembre 08, 2006

Monasterio de Sant Pere de les Puel·les.Amén.


No es difícil adivinar el aire que se respiraba en el monasterio de Sant Pere de les Puel·les hace más de cien años atrás. El techo abovedado y el altar de mármol gélido rodeado por cuatro columnas negras son testigos mudos de los laudes que desde que fue inaugurado el templo en 1879, las monjas benedictinas elevan a Dios cuando llega la tarde.


Ubicado en el corazón del barrio de Sarriá, da la sensación de que dentro del monasterio nada haya cambiado desde entonces. Fuera, las casas cercadas con setos altos y vigiladas por cámaras de seguridad alternan con los edificios de lujo. Los tiempos en que Sarriá todavía no había sido absorbido por el ayuntamiento de Barcelona quedaron atrás, y hasta un hotel cuatro estrellas de paredes de cristal y mostrador amarillo fluorescente evidencian que este barrio tampoco escapa al avance vanguardista desplegado por la ciudad.


Son las siete y media de la tarde, los coches Mercedes Benz y BMW circulan por la pavimentada calle Angli tan cansinamente como los carruajes tirados por caballos cuando todavía no existía el asfalto. En el número cincuenta y cinco más o menos veinticinco monjas benedictinas salen en silencio y en fila india, como todos los días, para entonar los laudes. Se ubican en bancos de madera en dos grupos enfrentados, y una vez que todas ocupan su lugar comienza a sonar el órgano que está apartado a la derecha. Separados de las religiosas por el altar, unas cinco personas desperdigadas que superan largamente los cincuenta años de edad siguen atentamente como si se tratara de una misa. Sus ropas están desgastadas, lavadas, incluso más que las paredes, y eso ya es mucho decir.


Una mujer vestida de paisana y de pie entona una serie de palabras en latín y las religiosas le responden a una misma voz, sentadas y con las cabezas gachas, pasando rápidamente sus gafas por el salmoral. A pesar de que todas llevan el hábito negro, el cabello recogido y una franja blanca que asoma por encima de sus frentes, la diferencia de edad y de la consistencia física denuncian la falta de homogeneidad, de que no se trata de un ballet o un equipo de natación sincronizada. El primer salmo acaba, pero seguidamente comienza el segundo. El órgano cambia el ritmo sin cambiar la intensidad, el volumen del viento que sopla por sus tuberías no se altera. El organista, ubicado en algún lugar oculto a la vista de nosotros, marca los tiempos arbitrariamente y a veces no coincide con los del coro. Un hombre despeinado, con una americana negra, sigue las páginas del cantoral en penumbras.


La luz tenue, la simpleza de la música y lo reducido de la audiencia ubican al recital en la antítesis de lo que fue el megaconcierto de U2 el pasado verano, donde más de ochenta mil personas saltaron y gritaron al ritmo de la pasión de Bono y de la puesta en escena del grupo irlandés. Pero aquí el sosiego y la calma buscan despertar la reflexión. Es un ritual milenario llevado a cabo por la primera comunidad femenina de tradición benedictina en Cataluña, con presencia ininterrumpida desde el año 945 hasta hoy. Acaba el segundo y empieza el tercero. O el cuarto o el quinto. ¿Cómo hacer para adivinar donde termina uno y comienza el otro? Las velas proyectan las siluetas balanceándolas sobre las piedras desnudas. Son sirios hechos a mano, no mecheros de plástico, como los que miles de seguidores de los Rolling Stones levantarán a manera de pequeñas antorchas cuando el próximo verano los veteranos del rock canten Angie o Like a rolling stone.


Ya son las veinte y los laudes llegan a su fin. La plegaria litúrgica divide el día en tres partes: maitines, laudes y vísperas. Al unísono el órgano y el racimo de voces se apagan y las hermanas benedictinas se retiran tal como entraron, la mirada perdida en el suelo y conservando una distancia prudente para no chocarse con la de delante. Ya no queda nadie en el templo y una hermana con una amplia sonrisa nos invita a retirarnos amablemente. Tras nosotros la pesada puerta de hierro fundido se cierra y las recluye hasta mañana a las cinco de la mañana, cuando se reúnan para entonar los maitines. Después de caminar unos minutos uno se topa con la Vía Augusta, y en lugar de encontrarse con gente que va y viene a los dominios del emperador Augusto hay coches atascados que retornan a las ciudades dormitorios del cordón barcelonés, y las dudas se despejan: estamos en el siglo XXI.

martes, septiembre 05, 2006

...y un día La Maga pasó por Barcelona

El edificio centenario de la Biblioteca Francesca Bonnemaison recibiría a mediados de 2004 la visita más ilustre de todas. Una anciana plena de vitalidad, con nariz aguileña, que balbuceaba el castellano con acento porteño vino a presentar su libro, aunque apenas se hablara de ello.


Su nombre es Edith Aron, pero los cronopios del universo Cortazar la conocen como La Maga. Enemistada con Julio por años, salió del anonimato cuando sintió que debía contarle a una cajera de supermercado mexicana, encantada con Rayuela, quien era ella. A pesar de que el tiempo cura las heridas, todavía está dolorida por el trato de “chica ingenua” con que el difunto escritor le dificulto en el desarrollo de su carrera. La imaginación de los asistentes se retorcía para preguntar, y para que la maga respondiera sobre lo que no quería responder.


Ella no quería ser lo que había sido, pero toda la audiencia quería vivir lo que ella había vivido. Con la naturalidad de quien se movió por lo sobrenatural sin saber que lo era, describió los momentos cotidianos narrados en el libro y les puso nombre y apellidos de gente corriente a los personajes que van y vienen en la obra cumbre del escritor sudamericano. Pero han pasado demasiados años desde entonces, y los espectadores, que se pellizcaban para saber si lo que vivían era cierto, saben que en el París de los años sesenta nada era real.