jueves, agosto 21, 2008

Antes que la carroza se convierta en calabaza

Paris es una caja de Pandora que, para cuando comienza a abrirse, ya estamos condenados de antemano al destierro. No sabemos cuanto es mucho, poco. Nadie nos avisa cuál es el momento justo en el que una gota se va a desplomar en el suelo. ¿Qué dura más? ¿Acaso es más larga la espera a que el sol se esconda detrás del Sena, de pie en el Pont des Arts, o la gestación, la puesta a punto en el vientre materno supervisada pacientemente por la arquitecta? ¿La eternidad es el aroma a café caliente subiendo por la mañana o una promenada por el quartier Latin? ¿Es más persistente el recuerdo de una tarde de verano de la infancia o el asombro detrás de una esquina, la retina en vilo detrás de un gesto inconsciente y evitable?

Quizás sea mejor hacer la maletas, guardar la todavía vigente capacidad de asombro junto a las roídas aunque eternas ganas de tener ganas, ansias de estar en el ruedo. Puede que sea mejor hacer caso a las recomendaciones e irse antes de que sean las 12 de la noche y la carroza se convierta en calabaza, y no volver nunca más a los lugares en los que uno ha sido féliz. Es sabido que ser huraño y tener un encefalograma plano en sentimientos tiene sus ventajas.

Pero no. No se puede aprender a no diferenciar un edificio, pila de cemento, de un niño, aceitada maquinaria humana. A dejar de levantar la mirada del suelo y mirar para abajo cuando una nube caprichosa salta de un tejado a otro. A evitar estas cosas no se enseña en ningún sitio.