lunes, abril 16, 2007

Mi primer reloj

Cuando me regalaron mi primer reloj todavía llevaba pantalones cortos. Ese presente marcaba el comienzo de una imparable cuenta atrás. Sin saberlo, me subía a la montaña rusa de la vida, mediante un inequívoco símbolo de que ya empezaba a ser mayor.

Ese dispositivo de enormes proporciones sobresalía alrededor de mi raquítico brazo, y junto a un maletín de madera, me ayudaban a pasar por un inconmovible ejecutivo atareado de seis años de edad. Ponía fin a un sinnúmero de revistas mutiladas, de fotos de relojes mal recortadas y fijadas a mi muñeca por medio de cintas adhesivas o gomas de pollo que daban varias vueltas, para que pudiesen apretar.

Sobre su cuadrante blanco, un diminuto tenista petrificado en el instante en el que se disponía a sacar dominaba la escena. Cual arquero a punto de lanzar una flecha, su raqueta tomaba envión desde su espalda, y como un profesional de la ATP, la bola ya había sido arrojaba al aire para ser golpeada. El acompasado movimiento de esa pelotita marcaba con su tic tac, en un ir y venir perenne, el paso de los segundos. Sus manecillas giraban, indescifrablemente para un niño como yo, fruto de complejos cálculos mecánicos que se llevaban a cabo simultáneamente en su interior. Con un gran esfuerzo, reprimí mis deseos de destriparlo, y observar con detenimiento su funcionamiento interior.

La sístole y diástole imparable, los elásticos que primero se contraían al girar la ruedecilla luego se desplegaban lentamente, para mover la cadena de engranajes y palancas de primero, segundo y tercer género. Mecanismos ocultos a la vista de cualquier curioso, solamente se mostraba un par de agujas que se desplazaban con exactitud, mediante precisos coletazos que se frenaban repentinamente.

Posteriormente, mi madre y su infinita paciencia conspiraron para que entendiera que la aguja más corta era para las horas y la larga para los minutos, que el tiempo se medía en dos cifras, que debía darle cuerda una vez al día para que siguiese funcionando… Sin embargo, el espectáculo de la bola balanceándose melódicamente requería toda mi atención. Embelezado, destinaba todos mis esfuerzos a descubrir quién era el que la movía rítmicamente, manteniéndola suspendida como si estuviese imantada.

Relojes y relojes han pasado desde entonces; algunos con destino fatal, robados o destruidos; y otros que todavía permanecen vivos, aunque seniles, yacen inexorablemente postrados.

Pero nunca más han significado lo mismo. Con el correr de los años, han pasado a descansar sigilosamente, sin requerir la reanimación diaria de nuestro pulgar e índice, autoabastecidos por su pila metalizada. Una crueldad atroz los condenó a un segundo plano, a la espera de que un par de veces al día levantemos la manga del jersey de cuello alto y lo rescatemos del olvido, “que extraño que todavía no haya llegado”, “si no me doy prisa perderé el tren”, “son las…”. La mirada obtusa nos impide ver más allá de las manecillas, de las horas y los minutos, y dejamos de lado ese inexplicable movimiento, ese sonido apenas audible si acercamos nuestro oído al aparato de misterioso mecanismo.

A veces pienso que uno jamás recuperará la inteligencia que poseía de niño, y miro el iPod, ese dispositivo de enormes proporciones que sobresale colgado de mi raquítico cuello, que junto a una desflecada carpeta, me ayudan a pasar por un comprometido estudiante atareado de veintiocho años de edad. ¿Cómo diablos hace para albergar tantos Gigabytes de información dentro?